
Por: Lisandro Duque Naranjo
Titón, que así lo apodábamos sus amigos, figuró hace poco en el puesto 17, en una lista de los 20 directores de cine más importantes del mundo, elaborada por varios centenares de críticos e historiadores de cine de Europa, Estados Unidos y América Latina, y su película Memorias… es la única latinoamericana que se cita en las enciclopedias entre las 100 primeras de toda la historia del cine.
Tuve la fortuna en 1987 de ser compañero suyo, como director asistente, en un proyecto tronchado que iba a filmarse en Colombia. Se trataba del guión Para Elisa, escrito por Gabriel García Márquez, una aventura sobre el traslado de un piano desde Cartagena hasta Bogotá, a comienzos del siglo XX, por entre la selva y en plena Guerra de los mil días.
Titón no amaba mucho ese proyecto y parecía desear que algún factor azaroso, distinto a su desgano, lo desbaratara. La historia lo entusiasmaba, por supuesto, como todas las de su amigo el Nobel colombiano, pero lo hastiaban los trámites internacionales que debía cumplir pues Para Elisa estaba condenada a ser una superproducción con todos los juguetes: cuatro millones de dólares de presupuesto, elenco híbrido de cuatro países, efectos especiales en cantidad, ejércitos, caballos que debían resbalarse por acantilados, etc. Escogiendo las locaciones, acompañados del fotógrafo cubano Mario García y del productor Camilo Vives, recorrimos durante mes y medio todo el territorio colombiano. Titón y yo compartíamos habitación en los hoteles y recuerdo que siempre me decía: “Si por mí fuera, chico, yo filmaría primero el guión de Senel”.
La suerte quiso que Para Elisa, después de costosos preparativos, se quedara en veremos. Y Titón pudo filmar, por fin, el guión de Senel Paz titulado Fresa y chocolate, esa penúltima película que le agregó otro punto a la gloria que ya se merecía por haber dirigido, además de Memorias…, La muerte de un burócrata, Los sobrevivientes y La última cena. Fresa y chocolate fue nominada al Oscar en el 95 entre las cinco mejores en lengua extranjera.
No fumaba desde los 35 años murió de 66 y era obsesivo, en su casa, cada que sus visitantes le jalábamos al cigarrillo, haciéndonos mirar dos inmensas radiografías de sus pulmones, la primera tomada antes, y la segunda mucho después de abandonar el vicio. De ésta, lo envanecían sus vísceras tan lozanas, y a la antigua se empeñaba en identificarle unas manchas “como de perro dálmata” que yo sinceramente no alcanzaba a distinguir y que jamás me convencieron de renunciar al placer de expulsar humo. No se merecía Titón morir de un cáncer pulmonar.
De Colombia le encantaba la literatura de violencia, de modo que cuando lo visitaba me le aparecía con libros de Gonzalo Sánchez, de Alfredo Molano, de Pedro Claver Téllez y de lo que sobre el tema hubiera en ese instante. En el 95 viajé a
Un año después, recién muerto Titón, viajé a