Presunción de inocentada

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Lisandro Duque Naranjo

Pasé en estos días por el atrio de la Catedral de Bogotá y estaba colmado de coronas fúnebres y personajes todos de negro hasta los pies vestidos.

Un muerto ilustre, pensé, y en efecto se trataba de las exequias de un senador cuyo nombre no me era familiar. Vi entre los dolientes al doctor Mario Uribe y me dije que quizás los del Inpec le habían dado salida para concurrir al sepelio del difunto, colega y conocido suyo. Pero no, más adelante alguien me informó que el doctor Uribe estaba libre hace rato, aunque sin descartar que de un momento a otro pudiera estar a la sombra de nuevo. Y eso que por entonces, en el caso de que hicieran falta, se ignoraban las grabaciones en que Mancuso y doña Leonora lo untaban hasta el cuello. A él y a Luis Camilo Osorio.

En este país basta un día sin leer prensa o ver televisión, para quedarse sin saber a quién se le abrieron las puertas de la cárcel para dejarlo adentro o para ponerlo de patitas en la calle.

Me acuerdo de una película vieja, Topkapi, con la griega Melina Mercouri, que transcurre en Estambul: una banda de ladrones prepara un golpe en un museo, y como la policía les está haciendo seguimiento —por considerarlos sospechosos—, los malandrines, para despistarla, se meten a un estadio a ver un partido de fútbol. La treta consiste en que los cinco delincuentes, uno por cada vez, peguen salidas al baño, o a comprar perros calientes, o a desentumecerse, y regresen de nuevo a la gradería muy juiciosos. Hasta que llega un momento en que los policías, cansados de esos triviales desplazamientos, se desentienden de sus vigilados y se aplican a ver el partido completo. El resultado es que al final la pandilla de ladrones ha desaparecido de las tribunas —a consumar su asalto relámpago—, mientras la autoridad grita eufórica los goles.

Yo, por ejemplo, como cualquier agente turco, juraba que Mario Uribe estaba preso. En cuanto a Jorge Noguera, ese sí que me ha mareado de tanto verlo entrando por la Fiscalía y saliendo por La Picota. Lo que pasa es que él llega al búnker de la 26 todo ejecutivo, hablando por celular y caminando rápido con un maletín que vaya uno a saber si lo que lleva son las pruebas reinas de su inocencia o los implementos de aseo personal y la muda de ropa para su primera noche tras las rejas. Lo de “primera noche” es un decir, pues el personaje ya ha tenido como cuatro veces su primera noche en la guandoca. O máximo un mes. En todo caso el efecto que él causa ante las cámaras con ese trote de tipo ocupado, no es el de quien dentro de un rato va a estar desprogramado mirando para el techo de una gayola, sino el de quien va a entregar unos documentos graves y no demora en salir de nuevo. Quizás por eso cada que lo agarran, uno se confunde pues lo suponía reo, y cada que lo sueltan, se pregunta a qué horas lo habían cogido.

Me imagino que Noguera, viendo ya libre a Miguel de la Espriella, habrá pensado que mejor hubiera hecho igual y ya estaría por fuera del todo. Que para eso la Ley de Justicia y Paz es de una soportable levedad. Tanto que quienes se acogen a ella ni siquiera alcanzan a hacer una hamaca encerrados. Además de lo que podría ahorrarse en leguleyos y en esos trancones que hay en las idas a la Fiscalía y las venidas de La Picota. Y aunque no salga tanto en televisión.

Al momento de escribir esta nota para el domingo de los inocentes, creo que Noguera lleva algunos días capturado. Creo, apenas. Si así fuera, estará en astucias jurídicas para no asumirse como convicto. El hombre va a terminar purgando sus andanzas en tandas de a semana y haciéndose contabilizar el tiempo que le llevan en la cárcel esas “visitas” como de médico. Algo equivalente a una cadena perpetua de capturas esporádicas con derecho a salidas ocasionales. Qué autotortura. Viéndolo bien, esa es una forma de que la Ley de Justicia y Paz resulte realmente severa. Problema de él.

lisandroduque@hotmail.com

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