Lisandro Duque Naranjo
SI TRUMAN CAPOTE HUBIERA ASPIrado alguna vez a la presidencia de los Estados Unidos, o a una gobernación o alcaldía importantes en ese país, seguramente sus enemigos políticos, para desacreditarlo, le hubieran enrostrado los vínculos y compromisos personales, algo turbios, que como escritor debió establecer con los asesinos protagonistas de su novela A sangre fría.
Y ni se diga las diatribas que le hubieran llovido por su provocadora vida personal, “inmoral” en el caso de un político, pero “excéntrica” y hasta graciosa en tratándose de un creador. Por muchas razones, pues, lo permisiva que es la sociedad con ciertas conductas de los artistas, no aplica para quienes se dedican a la cosa pública. Esa certeza debiera bastarles a los primeros para ahorrarse la tentación de ser gobierno. Y para no desviarse del ejercicio de un poder intangible que emana más de su rigor frente a los lectores que de su habilidad hacia los electores, dos destrezas enemigas entre sí. Y además porque ya cruzada la raya entre un oficio y el otro, las licencias toleradas en el anterior se convierten en cuerpo de delito del próximo. Y con retroactividad, qué vaina.
Fue muy ingenuo entonces Alonso Salazar, actual alcalde de Medellín, al no calcular el uso que los derrotados por él en las elecciones harían de los procedimientos a que lo obligaba su verdadera profesión, la de escritor. Obvio que el tipo de obras que lo proyectaron como un autor reconocido —me refiero a sus libros No nacimos pa semilla y La parábola de Pablo— le hicieron inevitable el trato con gentes del bajo mundo. Ir por cárceles y cuchitriles de mala muerte, que es donde se indaga sobre sicarios y capos. Esa especie de bohemia maleva, además de ser una metodología complementaria a la consulta libresca, tiene la particularidad de excitar a los artistas, quienes en esos ámbitos espesos descubren el pathos de sus personajes. Sin arriesgarse a esa libido del peligro, los relatos sobre ciertos temas —el narcotráfico, por ejemplo—, resultan faltos de sustancia. La foto, entonces, de Salazar con Memín, que sus enemigos exhiben como una evidencia que lo condena como hombre de la política, en realidad es una prueba que lo absuelve como literato.
Y no porque se trate de un delincuente al que Salazar estuviera “trabajando” para un nuevo libro, sino porque cierto compadrazgo que transmite la escena debe ser producto de los hábitos del escritor para establecer una química con esa clase de bandidos ariscos. Quizás el funcionario que Salazar empezaba a ser, fue traicionado por el escritor en receso, ambigüedad que en cambio Memín no tenía, pues le resultaba claro que se las estaba viendo era con un Secretario de Gobierno nada menos, un negociador a nombre del Estado. Esa confusión de roles, supongo, pudo ser la que le inspiró también expectativas optimistas a Don Berna, a quien Salazar, en sus visitas a la cárcel, posiblemente trató como una criatura de ficción. De allí que, al proceder después con él como autoridad, y no como un autor con su “personaje”, terminó ganándose del asesino una bronca con la que ahora lo quiere enlodar desde una penitenciaría norteamericana. Le pasó al Alcalde de Medellín, con los paracos, lo mismo que a Viridiana con los mendigos. Judicialmente hablando, la carta de Don Berna parece inocua, pues dice que a Salazar “se le dio apoyo” para su campaña, no que éste la solicitó. Pero ese es tema para los tribunales.
Todo este escándalo, en el que ojalá el afectado pueda demostrar su inocencia, es una prueba más de lo venenosa que resulta la ambición política para las gentes del arte. Ya pasaron esos tiempos pastoriles en que Eduardo Caballero Calderón, luego de ser alcalde de Tipacoque, pudo sacar tranquilo el libro Escribir un pueblo para después gobernarlo. Colombia y Medellín son otra cosa, mi querido Alonso.
lisandroduque@hotmail.com