En 1984 estuve en las minas de Catavi y Siglo XX, en Bolivia, exhibíendoles a los mineros de ese país una muestra de cine colombiano. Los anfitriones, para agasajarme, me llevaron a una colina helada en la que se encontraba algo que ellos llamaban "el ascensor".
Era un cubículo del tamaño de un baño público portátil, sólo que el material de que estaba hecho eran tablas amarradas con cabuya y alambre en cuya parte superior había una polea, un carretel de cable y una manivela. Me dieron un casco metálico con su lámpara incrustada en la parte frontal, el cual me calcé de inmediato no sin antes hacerme tomar una foto con pretensiones épicas, a lo que contribuía el pesado chaquetón de estilo tibetano, la ventisca que silbaba y, por supuesto, las nieves perpetuas que se alzaban en el horizonte. Luego me dijeron “adelante”, señalándome el interior del armatoste. Entré con dos mineros y alcancé a ver a través de las rendijas de la madera que el rústico vehículo estaba empotrado en un hueco de la montaña, cuyas paredes eran de estaño. De repente, el ascensor, chirriando, bajó unos diez centímetros en forma brusca, y luego otros diez, como si el que manejaba la manivela tuviera hipo. Les pregunté entonces qué pasaba, y me contestaron que empezábamos a bajar al socavón. Y como a cuánto queda eso, quise saber, escuchándoles una respuesta que de inmediato me hizo dar un salto instintivo hacia fuera: “a 400 metros”. ¡¿Cuatrocientos metros de para abajo?!, exclamé, oyéndoles pronunciar un sereno “sí, compañero”, que me sonó a responso.
Desairar ese viaje al interior de la tierra, todo un ritual para invitados, era como si el huésped de un hacendado se rehusara a montarse en una bestia para recorrer con él las vacadas, diciéndole que detesta el ganado, que los potreros le dan alergia y, que por lo tanto, pasa. Pero lo hice, y para ofrecer un pretexto digno apenas insistieron, me inventé enfermedades imaginarias: que padecía de asma, que había sufrido infartos, que era adicto al oxígeno, cosas de esas.
Obviamente, la antropóloga que me había invitado me susurró al oído que eso era una descortesía y me miró el casco como si lo hubiera deshonrado usándolo como un disfraz. Me lo quité, por supuesto, humildemente, sin la rigidez de esos oficiales que se arrancan sus insignias luego de reconocer su cobardía en un combate. A mí las profundidades, sean abiertas o cerradas, abismos o huecos, me dan pánico. Cuando he llevado turistas a la iglesia subterránea de Zipaquirá me les devuelvo a los veinte metros de la entrada. En los terremotos me quedo quieto en la casa para que me aplaste el edificio, no sea que al salir me trague una grieta abierta en la calle. Cuando murió mi papá le pedí a su médico, el doctor Agudelo, que por favor le cortara una vena al cadáver para que le emanara algo de sangre. Extrañado, me preguntó el porqué y le dije que eso lo había consultado luego de leer El enterramiento prematuro, de Edgar Alan Poe. Según los textos, una sangría disipaba las dudas respecto a una posible catalepsia, y yo no quería que mi papá se despertara en la bóveda. El doctor Agudelo condescendió a mi pedido, no obstante parecerle demasiado anacrónico y literario. Sólo así pude regresarme tranquilo del cementerio.
Tal vez no sea yo el único que padece esas fobias. Y la prueba son los más de mil televidentes mundiales que vieron, comiéndose las uñas, el rescate de los 33 mineros chilenos.
En cuanto a mí, sentí un escalofrío que me arrancaba en la nuca y me bajaba por toda la columna, cada que uno de los diez o doce hombres que alcancé a ver era encerrado en esa cápsula y comenzaba a ser izado por ese tubo tan estrecho para cumplir ese recorrido eterno. Yo me hubiera quedado abajo, con setecientos metros de planeta encima, hasta que le doblaran el diámetro a ese tubo y la cápsula no tuviera ese aspecto de féretro. Aunque al salir a la superficie ya no saliera por televisión.