El viernes pasado Plinio Apuleyo Mendoza insistió, en su artículo de El Tiempo, con la supuesta vigencia del libro El manual del perfecto idiota latinoamericano, escrito por él en compañía del peruano Álvaro Vargas Llosa y el cubano–americano Carlos Alberto Montaner.
El artículo de Plinio se titula “Nuestro personaje regresa”, y se refiere a ese prototipo de persona —que él ve regado por todas partes—, ilusionado con la idea de que las próximas conversaciones de La Habana, entre el Gobierno y las Farc, deriven en la fundación de una sociedad igualitaria, bajo la dictadura del proletariado, con la colectivización de los medios de producción, la uniformidad de las costumbres y así sucesivamente hasta el resurgimiento en nuestro país de una copia de aquellas repúblicas que se extinguieron en 1989, a partir de la tumbada del Muro de Berlín. A mí me cuesta aceptar no sólo que eso sea posible o deseable, sino que haya gente que se lo crea, incluyendo por supuesto a las propias Farc, organización que aceptó una agenda que no contempla esa posibilidad. Que además ni siquiera fue la que se le ocurrió en el Caguán, cuando supuestamente se sentía a las puertas de tomarse el poder. Tampoco creo que los tres autores, o Plinio solo, sean sinceros en su pronóstico maximalista sobre las consecuencias de esos diálogos. En tal caso, los idiotas serían otros.
Plinio hace rato que dejó atrás esa perplejidad cosmopolita y bohemia de cuando escribió la novela Años de fuga, por allá en los setenta, cuando París era una fiesta y los escépticos estaban en su elemento. Qué tiempos esos. Sartre estaba siempre accesible en la mesa del café. La intelectualidad vivía febrilmente su desengaño frente a la burocracia estalinista y su rabia ante la invasión soviética a Checoslovaquia. Se fumaba Gitanes sin miedo al enfisema y los rostros eran iluminados por las incertidumbres épicas del mayo universitario. Dudar era todo un programa. Ahí siempre estuvo Plinio.
Muchos años después, ya en su país y cuando según él mismo dejó de ser idiota, el escritor ha adquirido certezas. Conversa mucho con los militares de este trópico, incluidos los que están presos, parece tener de contertulios frecuentes a derechistas muy activos y, por lo tanto, escribe por instrumentos juicios tan señoreros como ese de que los descontentos con el Estado de las cosas “son resentidos sociales exasperados por la imagen de los ricos, de sus clubes, mansiones y fiestas”. Ni Pipe Manjarrés ni la modelo de Revertrex lo hubieran dicho igual. La envidia como partera de la historia. También era inesperado en él, hasta hace poco un mundano de embajadas “bien pagas”, que se resignara a exaltar, como paradigma de la modernidad, esa cosa rústica de “los tres huevitos”. Obvio que la gente cambia, pero Plinio ahí sí apretó. En vez de eso como tan de gallinero, hubiera puesto lo otro, lo de la seguridad democrática y las otras dos cosas. Qué decadencia.
Por. Lisandro Duque Naranjo