Emma Reyes

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A Emma Reyes y a su hermana Helena las dejó abandonadas su madre en la estación del tren de Fusagasugá, cuando tenían cinco y siete años.

El episodio ocurrió en 1924. El alcalde y el párroco del municipio se apersonaron de ellas y durante los tres días siguientes las llevaron al lugar, alzándolas para que las vieran los pasajeros por si acaso alguno de ellos venía a reclamarlas. Pero eso no ocurrió, y Emma y Helena fueron a dar a un orfanato atendido por monjas. Unos meses después, fueron trasladadas a un convento similar en Bogotá, el María Auxiliadora, más grande y con 200 huérfanas a las que se les concedían las mismas horas diarias para utilizar cinco excusados que ni a letrina llegaban. Lo que preocupaba al obispo, al capellán y a las monjas, no era que nadie buscara a las dos niñas, sino que éstas ignoraran si habían sido bautizadas o no. La falta posible de ese sacramento, que no podía impartírseles para salir de dudas, pues eso sería una repetición hereje, ponía, a juicio de los superiores, en peligro de quedar en poder del diablo a esa casa santa. Emma y Helena, entonces, fueron durante mucho tiempo simplemente “las nuevas”, a quienes no se les decía por el nombre y eran tratadas como animalitos por cargar consigo el pecado original.



Emma, tratando de salvarse de los oficios cochinos que desempeñó en ocasiones durante los primeros años, y que al igual que sus compañeras cumplía descalza —trastear basura, lavar ollas, arrastrar con baldados de agua, hasta hacer entrar por un sifón, la caca de esa muchachada—, mostró destrezas para los bordados finos, razón por la cual fue ascendida a operaria en otra sección del convento en la que funcionaba una próspera industria que elaboraba las mitras para los obispos, las banderas con escudos y flecos para el ejército, las bandas para el pecho de los presidentes, los estandartes para las procesiones, etc. Lo que más exigía rigor eran los dechados, filigranas con hilos de oro que bordaban para prendas papales que el obispo mandaba de regalo al Vaticano. Por esos trabajos no recibían ningún pago, y aunque la jornada era de diez horas diarias, las pequeñas obreras encimaban tiempo extra, para mortificarse a manera de penitencia y quedar exentas de la condenación eterna.



Una monja bogotana, Sor Evangelina Ponce de León, les recordaba con frecuencia: “No se olviden que ustedes están aquí de caridad y que tienen que trabajar para pagar lo que se comen”. La monja prefería a Helena, mientras que a Emma le decía: “No la soporto más y no vuelva. No soporto a la gente fea y estúpida...”. Emma tenía un estrabismo, y las monjas se lo curaron a la brava amarrándole en los ojos, durante varios meses, un cartón con dos huequitos.



Quedé rayado por el fervor que me suscitó la lectura del libro en el que están estos recuerdos. Se llama Memoria por correspondencia (Emma Reyes, Editorial Laguna Libros, abril de 2012). Se trata de 23 cartas a Germán Arciniégas en las que la autora, ya adulta, reconstruye su estancia en ese antro católico de niñas y menores esclavas, dejándonos a los lectores con el deseo de saber qué pasó después de fugarse de allí, a los 20 años.

Por el prólogo de Germán Arciniégas, su amigo, nos enteramos de que se fue a Buenos Aires “… a pie, en buses, trenes o lo que fuera, vendiendo cajas de Emulsión de Scott…”. No es extraño que su talento para los bordados minuciosos haya hecho de ella una artista plástica afamada en Europa. Incluso el libro está ilustrado con dibujos suyos. Lo sorprendente es que su sensibilidad para los dechados la haya convertido también en una gran escritora. Y que de su único libro pueda decirse que es la novela, así como suena, más bella de los últimos años. Me duele informar que murió en 2003, a los 84 años, sin que este humilde lector hubiera podido verla, aunque fuera de lejos, para constatar que era cierta.



Por: Lisandro Duque Naranjo

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