Creo que los miembros de la Delegación de las Farc en La Habana no debieran incurrir en ciertas licencias que pudieran interpretarse en contra suya, o del deseado fin del conflicto armado.

Eso no se le hace a la paz, señores. No sólo que en nuestro país hay personas que detestan el tabaquismo por un celo encomiable respecto a la salud pulmonar, sino que un tabaco encendido entre los dedos, del que se escapan las volutas hacia un paisaje marino, es una práctica muy asociada a la molicie y al “sibaritismo”, como acertadamente lo expresó un colombiano que recientemente fue consagrado como el nacional más importante de los últimos dos siglos. No hay que olvidar, además, que para muchos politólogos “cachacos”, el solo aspirar brisa de mar —peor aún si éste es el Caribe— significa una experiencia báquica, propensa al desvarío de los sentidos, a la lascivia, de modo que eludir la cercanía con ese elemento líquido y salado es lo mínimo que puede solicitárseles a quienes negocian una paz que tenga como inamovible la castidad. A ese relajamiento corporal que, a bordo de ese crucero marxista, exhibieron los dos guerrilleros hombres, ambos completamente vestidos por si acaso los atacaba un frente frío, muy propio de este mes en Cuba, se sumaba en plena distensión la humanidad menuda de la compañera durante 25 años de Manuel Marulanda, enfundada en un vestido de baño. Con razón viajaron de urgencia desde aquí a Cuba los negociadores del Gobierno, a ver si toda esa ostentación era cierta. Hágame el bendito favor, ¿qué puede esperarse de un proceso de paz en el que la viuda del guerrillero más legendario del mundo se deja fotografiar con esas prendas? ¿Puede así pensarse en la viabilidad de una república pudorosa? ¿A qué juegan, señores? Lo único que justifica esa imprevisión es que cuando les tomaron esas fotos ignoraban todavía la advertencia que dos días después hizo el dueño de un restaurante del norte —especie de copia ampliada de El Envigadeño de la 23—, según la cual la minifalda es una incitación a la violencia sexual contra la mujer. ¿Qué decir entonces de un traje de baño?
Iván Márquez ya había incurrido en la travesura liberal de dejarse fotografiar sentado en una Harley Davidson. No importa que fuera una moto quieta, que se ofrecía en un almacén de Caracas, y por simple nostalgia de cuando era un pelado que quería recorrer mundo metido en una chaqueta de cuero, con un enorme dragón pintado expulsando lenguas de fuego. Ya ni recuerdo si esa vez también salió de urgencia a conversar con él, para apagar el incendio que se armó aquí, el doctor Humberto de la Calle. Pero aunque así no haya sido, ¿qué le hubiera costado a Márquez buscar en el mismo negocio la sección de Vespas, para dar la talla de un verdadero izquierdista?
Aunque pensándolo bien, si es para tantas privaciones, mejor levantarse de la mesa. Qué gracia tiene una paz de esas.
Por Lisandro Duque Naranjo