
Lisandro Duque Naranjo
AUNQUE SON ESCASAS EN NUESTRO país, todavía quedan motivos para celebraciones. Si bien me asusta, me permitiré en este artículo festejar las bodas de oro de Osuna como caricaturista, actividad en la que se estrenó públicamente el 7 de marzo de 1959 en El Siglo.
Lo del susto es porque Héctor Osuna escribe también, en este mismo periódico, firmando como Lorenzo Madrigal, y como su prosa me inspira un enorme respeto, la mía se intimida casi tanto como si lo que intentara fuera someter a su consideración un garabato hecho a lápiz.
Lorenzo Madrigal tiene claras las diferencias entre lo que es arte gráfico y lo que forma parte de su otro dominio, el de las letras. Aún así, sus artículos delatan la inevitable simbiosis entre los dos lenguajes en los que se mueve como Pedro por su casa. En su última columna, por ejemplo —“Glorias del periodismo”—, refiriéndose a Lucas Caballero, Klim, lo define como “un quijote de cera”. Ahí está pintado. Y por supuesto, a sus caricaturas les redondea su contundencia con unos textos insidiosos, de doble filo, alimentados de habla callejera, a diferencia de sus escritos que son de un humor más erudito y a veces definitivamente serios. De aquellas, recuerdo una en la que Mario Uribe, invitando a Eleonora Pineda para que se sume a su partido, le dice: “Tranquila, mujer, que a mi primo también le dijeron “paraco”, ¡véngase para acá!”. O la de Pacho Santos, en la que dice: “Los periódicos son caja de resonancia… yo, por ejemplo, resoné para vicepresidente”. A la palabra “meritocracia” se la tiene velada, convirtiéndola en “meritopaisa” y “encuestocracia”.
Como soy dibujante frustrado, luego del goce instantáneo y perverso de cualquiera de sus caricaturas, me aplico a observar con envidia la agudeza de sus trazos, pues Osuna construye unos personajes cuya expresividad puede perfectamente disfrutarse por separado no sólo de su intención política sino de su anatomía completa. Hay figuras suyas de cuerpo entero a las que uno identifica de inmediato casi que sin mirarlas como totalidad, pues responde por ellas un escorzo de los hombros, o un accesorio no excesivo del vestido, o la expresión de las manos, o una fracción del perfil. O las medias, el pelo y hasta las propias arrugas del traje. Siendo, además, tan exacto en el retrato de los rostros, no se contenta con que el espectador se limite a distinguirlos, sino que extrema el rigor para que alcance incluso a juzgarlos. No tanto por sus rasgos, que son pan comido para su plumilla, como por sus gestos, con los que les pone en evidencia sus reconditeces. A veces pienso que, ya cansado de su habilidad con caras de personajes muy trillados, prefiere dibujarlos de espaldas. Pero como si los presentara de frente, pues por detrás se les advierte el ceño y se les sigue viendo el alma.
Los que le conocen, dicen que es creyente y con saberes en teología. Sin embargo, no les rebaja ni una a esos integristas de
Sin ninguna exageración, hay consenso en que Osuna es el otro caricaturista nacional después de Rendón. Y distinto de lo que ocurre en las otras tribus artísticas con sus maestros mayores, a él no vacilan las nuevas generaciones de caricaturistas en colmarlo de admiración y considerarlo un paradigma del ingenio, la ética y la independencia absoluta.
En sus autorretratos, y aunque es antioqueño, se muestra siempre como un centenarista y un sabanero, de esos recatados y con un Volkswagen de los de antes. Parece inocente de los estragos que lleva ya cincuenta años causando cada domingo con su percepción burlesca de la historieta colombiana.