
Por: Lisandro Duque Naranjo
En las fiestas con trío de músicos, habitualmente alguno de los concurrentes les dice a los cantantes: “Jálenle primero a Las Acacias para que salgamos de eso de una vez”.
Es casi lo mismo que les ocurre a muchos de quienes escriben sobre Álvaro Uribe, que cuando tienen que criticarle sus despóticos actos de gobierno, se sienten en la obligación de reconocerle previamente dos virtudes, a saber: que madruga mucho y que trabaja en exceso.
Como voy a referirme al tema de la devolución del cabo Pablo Emilio Moncayo, diré lo que suele ser imperativo también en este caso: que como el hace once años muchacho, y ahora un señor, se encuentra en poder de las FARC, pues que lo devuelvan sin condiciones quienes se lo llevaron. Esa frase ritual, sin embargo, carece de sentido ahora, cuando la organización guerrillera ha minimizado las exigencias, reclamando apenas la presencia del padre del secuestrado y la de la senadora Piedad Córdoba. Bueno, y la de
Es un hecho que Uribe detesta que por iniciativas emprendidas desde la civilidad, las FARC terminen devolviendo secuestrados. Con mayor razón si se trata de militares, como si su condición de uniformados los hiciera de su propiedad, tal y como hasta el momento de poner fin a su cautiverio los ha considerado la guerrilla. Si por el Presidente fuera, preferible que “sus” hombres se vuelen o se aguanten hasta que los rescaten, o aparezcan en sus casas restituidos subrepticiamente.
Los soldados que han tenido la suerte de ser recuperados en forma incruenta —los de la publicitada Operación Jaque—, desde luego están en su razón al abrazar de nuevo la causa de su Ejército. No entiendo, sin embargo, que se muestren tan agradecidos con sus jerarquías, aquellos que son liberados unilateralmente por sus captores. El que se les haya seguido pagando el sueldo a sus familias, durante su forzada ausencia, no justifica que los hayan dejado botados a su suerte, alegando que un procedimiento humanitario “desmoraliza a las tropas”. Con jefes de esos para qué enemigos.
Hay un motivo adicional para que el Presidente quiera abortar la liberación del cabo Moncayo: que éste es hijo del profesor caminante, una figura simbólica e internacional —colombiana no, porque este país no tiene hígados— del intercambio humanitario. Creo que para el caso puntual de esta entrega, al Gobierno le irrita más la presencia del padre de Pablo Emilio que la de la propia senadora, porque ésta, como se vio en su última misión, sabe guardar prudencia cuando el Ejército aísla de los civiles a los uniformados ya libres, para inducirles unas declaraciones estereotipadas. Ella tiene claro que ese no es problema suyo. De igual manera se repliega con recato cuando comienzan las ruedas de prensa de los liberados no militares. Esa fiesta es de ellos, y basta. Mientras que en tratándose del profesor, posiblemente éste va a reclamar su pleno derecho a ser el anfitrión de su victoria como padre, por encima del que el Ejército querrá ejercer frente a quien considera su subalterno, sin importar que lo haya abandonado durante 11 años.
Está probado que para el Gobierno son tan insufribles las víctimas del conflicto armado que reclaman el respeto a su dignidad —los desplazados, por ejemplo—, como los escasos beneficiarios de las soluciones negociadas. En los foros y blogs fletados por la caverna deshumanizada, no rebajan a Alan Jara de “agente de las FARC”, y hasta dicen que su cautiverio no fue tal, sino una voluntaria pasantía, un camping.