Lisandro Duque Naranjo
EL TEMA DE LOS MUCHACHOS DE Soacha y de docenas — ¿o centenas?— más de asesinados en todo el país para presentarlos como guerrilleros por parte del Ejército, evidenció conductas largamente toleradas pero no por eso exentas de frecuentes denuncias.
No sólo tuvieron su crisis, pues, las pirámides en las que se estafa a incautos, sino aquellas en las que la inversión es en cadáveres jóvenes y la utilidad consiste en dinero pagado por el Estado o en fines de semana libres para los uniformados que aprietan el gatillo. Esas víctimas, sin embargo, contra los cálculos de sus ejecutores —para quienes todo pobre es un paria al que nadie extraña y menos si se lo mata lejos—, resultaron ser personas cuya ausencia provocaba un vacío en su pueblo, entre sus familiares y amigos.
No necesariamente, por fortuna, la pobreza hace de quienes la padecen unos desconocidos y solitarios. Por suponer tan mamey la cosa fue que los cerebros de esas matanzas gratificaron tan barato a los verdugos materiales: por cada muerto, apenas un puente de asueto. Me imagino que cuando se trate de un indigente dejado de la mano de Dios el incentivo será de medio día. Fue tanta la confianza en que por esos crímenes no averiguaría nadie, y a Ley mucho menos, que a los acribillados a sangre fría les ponían el disfraz de guerrilleros encima de su ropa de diario. Más que en la chambonería de esos vestuaristas, piensa uno en la certeza que tenían de ser impunes, razón por la cual, en tratándose de los cuerpos de unos pelagatos —eso creyeron—, qué cuento de ponerse con perfeccionismos.
Sobre el escándalo producido por esas depravaciones, el presidente Uribe dijo en México: “Antes, los colombianos no querían denunciar ni testimoniar, les daba temor o lo encontraban inútil. Hoy, hay confianza y se hacen denuncias que en el pasa do no se hacían. Han aflorado violaciones que se cometían pero que se mantenían ocultas”. Demasiados copretéritos juntos —“querían”, “hacían”, ”cometían”, “mantenían”— para aludir a episodios ocurridos en la víspera. Además, el adverbio “antes”, por lo regular, remite a un tiempo anterior, a varios años imprecisos pero mínimo remotos. Y en cuanto “el pasado”, sugiere aunque sea una generación completa. Pero el presidente Uribe estaba hablando sobre un tema de hacía quince días apenas.
Ese uso del “antes” tuvo sentido cuando el papa Juan Pablo II pidió perdón tardío a la humanidad por
El presidente Uribe, al darle esa semántica intemporal a los adverbios, en efecto reconoció que “antes” también había falsos positivos, lo cual nadie niega, y que en el “pasado” —que no quiere decir para nada hace un mes—, nadie se atrevía a denunciarlos, lo que es falso.
El problema es que al mimetizar ese hecho coyuntural y reciente con un mal endémico del Ejército, en realidad lo que intenta el Presidente es mermarle el grado de refinamiento y sevicia con que esa práctica se ha degenerado durante su gobierno, hasta llegar a extremos industriales. La intención, desde luego, es seguir jugando a esa astucia de que el Estado es perverso, pero el Gobierno —el suyo— es justo y atento. Como si el escándalo por lo de Soacha, no hubiera sido atribuible a la torpeza y obviedad con que procedieron los asesinos, a los reflejos de las madres de las víctimas, y a la denuncia que en caliente hizo la secretaria de Gobierno de Bogotá, Clara López, por la que le llovieron rayos y centellas.
No merece ningún recibo ese discurso presidencial, si además lo pronunció teniendo al lado al embajador Luis Camilo Osorio, un sujeto próximo a estar entre rejas. O después de los “castigos” diplomáticos a personajes como Salvador Arana y Jorge Noguera. Y menos si a quienes “hacen denuncias que en el pasado no se hacían”, los llama, desde la misma tribuna, “recua de bandidos”.