
Por: Lisandro Duque Naranjo
EN 1982, POR ESTAR EN UN PUEBLO remoto, tuve la mala suerte de que mi familia no me encontró a tiempo para informarme de que mi madre había muerto.Me perdí, pues, de las exequias de quien me regaló la vida, conociendo desde entonces ese vacío adicional que dejan las personas queridas cuando no le conceden a uno la oportunidad de corroborar su cadáver y acompañarlo a su sepultura. Un duelo completo exige ver los párpados sellados y palpar la piel fría. Abatido por esa carencia, me impuse la tarea de exhumar, cinco años después, sus restos en el cementerio de mi pueblo, lo que cumplí, asumiendo, por fin, la certeza de esa pérdida y logrando un extraño alivio.
Aunque ya era yo un adulto, casi un viejo, el limpiar de tierra sus huesos me graduó de huérfano, condición que mi incertidumbre me había negado hasta ese momento, y que prefería a la de hijo de una madre ausente cuyo destino me resultaba misterioso. Doña Inés, entonces, murió en realidad para mí mucho después que para quienes concurrieron a su sepelio. Aquella fue una ceremonia para mi exclusivo privilegio, en ese transbordo entre la bóveda y el osario que me permitió verla de nuevo, y ayudarla a deshacerse de la madera y las telas amarillentas y tostadas a las que les prendí fuego.
Haber vivido esa circunstancia, sin embargo, no hubiera sido imprescindible para comprender la necesidad del duelo, pues este es un derecho del instinto y de la cultura. Aquiles, el implacable que amarró a su carreta el cadáver de Héctor y lo arrastró hasta volverlo una piltrafa, al final, conmovido, desistió de abandonarlo a la intemperie y se lo devolvió a su padre, Príamo, para que lo lavara, le pusiera prendas limpias y lo honrara con merecidos funerales.
Esta semana se produjo un intercambio muy especial en la frontera que divide a Israel y Palestina: los judíos le devolvieron al movimiento Hezbolá 199 cadáveres de libaneses acribillados por sus tropas en los últimos meses, y hasta le encimaron 5 libaneses vivos que tenían presos en sus cárceles. ¿Qué pedían a cambio, y les fue concedido por sus enemigos?: dos cadáveres de soldados pertenecientes al ejército israelí. Al día siguiente de esas entregas recíprocas hubo fastuosas exequias en ambos bandos de esos vecinos irreconciliables.
Aunque es un dato poco conocido, los nazis pactaban con los aliados el canje de los cuerpos de los contrarios que yacían más allá de sus líneas. Aprovechaban para eso el invierno, facilitando así que los recogieran congelados.
Doña Emperatriz de Guevara, la madre del capitán Guevara que murió enfermo en cautiverio, se destaca como individualidad en las marchas multitudinarias. La voz y el gesto prudentes de esta señora ya son patrimonio de los colombianos que la distinguimos al instante y que hemos convertido en nuestro su reclamo de que le devuelvan los restos de su hijo. Para que pueda hacerlos tangibles, sepultarlos donde les pueda llevar flores y tallar su nombre en una losa.
La última vez que los colombianos se mostraron conmovidos por la devolución de cadáveres fue hace un año, cuando el asesinato de los once diputados vallecaucanos. En esa colectiva aflicción influyó, sin duda, el hecho de que los once muertos tenían rostro y nombre propios, y deudos reconocibles, pues a diario se los publicitaba en los medios, la televisión sobre todo.
Ya va siendo tiempo de que las grandes marchas se hagan también para que quienes provocaron tantas víctimas anónimas, cuenten dónde están las fosas comunes en las que apretujaron los miembros mutilados de centenares de colombianos. Los grandes medios no le pueden dejar la promoción de esa tarea al solitario Hollman Morris, quien acompañado de viudas, huérfanos y antropólogos forenses, deambula por ahí, en contravía a las muchedumbres, con sus cámaras buscando fantasmas de desconocidos. No otorgarles a éstos su derecho a un duelo honorable, querría decir que nuestra sociedad está enferma.