Hace unos días, en el programa Las claves, de Canal Capital, y a propósito de las conversaciones en La Habana entre las Farc y el Gobierno, dije que “las fuerzas armadas colombianas cuentan con la misma cantidad de hombres —480.000— que las del Brasil, con la diferencia de que Colombia es cinco veces más pequeño y tiene cinco veces menos los habitantes de ese país”.
La información me había impactado desde cuando la leí en una columna de León Valencia, en la revista Semana, hace varios meses. Es un dato inquietante, con un alto poder de provocar en algunos lectores un verdadero éxtasis bélico, y en otros, un temor sobre los humos de gran potencia local y regional que ostenta últimamente nuestra institución armada. Pero el tema de este artículo no va a ser sobre esa desproporción, que incluso después constaté que era peor, pues Brasil, territorialmente, nos aventaja en algo más de siete veces en kilómetros cuadrados.

El punto es que yo a esa comparación no le atribuí autor, lo que hizo que pareciera mía, y quiero corregir aunque tarde ese error. Al robo lo hizo más descarado el hecho de que León estaba ahí, al lado mío, junto a otros dos participantes, Camilo González y José Félix Lafaurie, y los periodistas María Elvira Samper y Antonio Caballero. Supongo que todos ellos, buenos lectores de esos temas, pillaron en flagrancia mi raponazo, solo que tuvieron la amabilidad de no ponerme en evidencia. Y eso que uno de los asuntos de los que se hablaba en el programa era el de restitución de bienes. Qué frescura la mía.
No incurrí en el gran robo al tren, ni me alcé con una “obra”, pero desde cuando tuve ese ataque de cleptomanía periodística, una vergüenza íntima me afecta el ánimo, hasta el extremo de que, siendo visitante habitual de un lugar en el que a veces coincido con León, dejé de ir al mismo por no poder mirar a la cara a quien me le quedé con un punto de vista. Aquí se lo restituyo en público, sin que me lo haya reclamado, porque es un señor.
Lo hago por obligación moral y porque uno nunca olvida a quien le sustrae aunque sea una frase —de cierto interés, por supuesto— y la presenta después como propia. El problema de esos asaltos es que cuando el autor real vuelve a usar al descuido lo que sabe suyo, no falta quien lo denuncie por plagio. García Márquez, con algo de sorna, me contó hace años sobre una crítica del Spiegel según la cual “el Nobel colombiano imita cada vez más a Isabel Allende”.
Hace poco estuvo por acá, dictando un seminario, un documentalista chileno muy bueno cuyo catálogo estaba encabezado por este texto: “Un país sin cine propio es como una casa de familia sin álbum fotográfico”. Una frase nada excepcional y ya innecesaria en esta época en que casi todo el mundo anda por ahí con una cámara. Pero en todo caso una frase mía, que formó parte de un artículo que publiqué hace 20 años en un periódico bilingüe de Providence, Rhode Island, con ocasión de un festival al que asistió también quien a estas alturas la arrastra como una sentencia por donde quiera que viaje. No peleo por ella, porque sería como denunciar a estas horas el hurto viejo de una plancha de las de resistencia, y en realidad porque más se perdió en Cuba.
Ya aligerado de mi infracción ética, dormiré tranquilo esta noche.
Jorge Nieto. Murió esta semana el cineasta y amigo Jorge Nieto, documentalista, historiador, crítico e investigador del cine colombiano. Me conmovió encontrar despidiéndolo a Diego Rojas, “La pulga” Martha Helena Restrepo y Marina Arango, quienes lo tuvieron como su maestro y compañero en la pasión y el rigor por preservar nuestro patrimonio cinematográfico.
Para Jorge, las películas nacionales comenzaban después de la palabra Fin. Agradecimientos a su obra y amistad.
Por: Lisandro Duque Naranjo