Jorge Enrique Robledo el opositor

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Promovió los principales debates políticos en el Congreso contra el gobierno de Juan Manuel Santos, hizo renunciar al embajador en Washington y ratificó que es uno de los parlamentarios más rigurosos.
Decía mi amigo Antonio Mejía, que “los manizaleños eran paisas educados en Popayán”. Jorge Enrique Robledo, en cambio, es un ibaguereño que se radicó en Manizales en 1975, a la edad de 25 años. Tuvo entonces la fortuna de que sólo a medias lo rozara la influencia de los “leopardos” greco-caldenses, generación de adjetivo inflamado que en ese momento ya entraba en su ocaso y cuyo sobreviviente tardío más conocido es el doctor Fernando Londoño.

A Robledo, además del almanaque y su procedencia tolimense, también lo salvó de esa prosopopeya el hecho de que, en lugar de tenerse que leer a Azorín y a Ortega y Gasset, el espíritu de época le deparara a Marx, Voltaire, supongo que Mao, y otros autores prohibidos. Y como en vez de estudiar derecho hizo arquitectura, terminó inclinándose hacia lo exacto. Aún así, es un hombre elocuente, sólo que no se permite lo ampuloso. Tiene la estampa de un busto romano, pero con gafas. Es muy serio, quizás a veces demasiado, aunque uno es contento escuchándolo en el Congreso o en programas radiales y televisivos, cuando apabulla, sin despeinarse, a personajes del establecimiento que frente a su rigor no han tenido escapatoria. Hace unos años, en los debates sobre Carimagua, fue quien determinó el eclipse de esa estrella fugaz de la caverna, el ministro aquel llamado “Uribito”.

Este 2013, en tan sólo un semestre, Robledo hizo renunciar al embajador en Washington, Carlos Urrutia, cuando escasamente había calentado esa apetecida silla diplomática. En cuanto al nuevo ministro de Agricultura, Rubén Darío Lizarralde, lo tiene ya de un ala, hasta el punto de que tal vez no le dé tiempo de comer natilla en su despacho. El inicio de la novena de aguinaldo, cuando todo el mundo ande mirando luces, quizá sea el momento que esté esperando el presidente para prescindir de sus servicios, bastante estorbosos, aunque coherentes con su trayectoria.

A ambos funcionarios, Urrutia y Lizarralde, los hizo vulnerables en sus incipientes cargos el estar implicados en la adquisición de baldíos ilegales que les usurparon a sus verdaderos beneficiarios, humildes desplazados del campo. El primero, a la cabeza de un grupo de abogados, había favorecido a empresas poderosas tipo Riopaila, y el segundo, como presidente de Indupalma, gestionó tierras indebidas no sólo para sus amigos, sino para una empresa en común con su exesposa, la actual ministra de Educación, y hasta para un hijo de ambos. Todos ellos falsos agricultores, comenzando por él mismo.

Ninguno de esos dos cuestionados enfrentó jamás a Robledo. Ni en el Congreso ni en programas de opinión. Lo eludían con el pretexto de que “al final la justicia brillará”, que es lo que suelen decir los que confían en que las acusaciones se pierdan en la noche del procedimiento. Pero su suerte ya estaba echada, pues simultáneamente un estado de alma nacional repudiaba, a través de grandes manifestaciones, un modelo rural que lleva años haciéndole daño al país.

Obvio que por su liderazgo en estas lides a Robledo han intentado empapelarlo, desde el procurador hasta el ministro que en breve saldrá por la puerta de atrás, por supuestas actividades insurreccionales. Pero ahí sí se trepan a un peladero, pues él ha demostrado, a lo largo de su carrera política como miembro del Moir, ser un político químicamente alérgico a las soluciones violentas.

El recuerdo de esas peligrosas circunstancias personales no le impidió, sin embargo, aplicarles esa misma medicina a sus exaliados del Partido Comunista, a quienes les canceló su matrícula en el Polo por sus simpatías con Marcha Patriótica, con lo que legitimó los cargos del ministro de Defensa contra este movimiento, en el sentido de que es de la cuerda de las Farc. Eso empaña esta semblanza. Definitivamente nadie es perfecto.
Por: Lisandro Duque Naranjo. / Especial para El Espectador
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