Dignidad precoz

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Un niño que creció frente a las cámaras, víctima del secuestro y asesinato de su padre, hoy símbolo de una posible solución negociada al conflicto. 

Dentro de siete años, el hoy adolescente Johan Stiven Martínez tendrá la misma edad –21 años , que tenía su padre, el sargento José Libio Martínez, cuando cayó en poder de las Farc en la base de Patascoy en 1997. El pelado, para esa fecha, no había nacido todavía, y llegó al mundo tres meses después de iniciarse el cautiverio de José Libio, quien desde la selva le propuso a su mujer el nombre con que quería que lo bautizaran.

Johan Stiven aprendió a hablar de corrido delante todos los colombianos, a sus cuatro o cinco años, pidiéndoles comedidamente, en unas ocasiones, a los captores que le devolvieran a su papá, y en otras, rogándoles, con una dignidad precoz, a dos gobiernos sucesivos –uno de los cuales duró ocho años, que hicieran lo que les correspondía, salvo un rescate por la fuerza, para permitirle abrazarse hasta el cansancio con quien le dio la vida. Para que éste le ayudara en el comedor con las tareas y fuera con él al estadio a ver jugar al Pasto. Para que cada uno, como decía Cote Lamus, “pagara el ansia con que vivió cada momento”.
Pero nada: ni los primeros ni los segundos le concedieron ese privilegio que en cualquier otro país se le hubiera satisfecho como una simple rutina del instinto y la cultura, y sin que fuera necesaria la misericordia. La institucionalidad, por soberbia, y los irregulares, por lo mismo, provocaron que Johan Stiven, el pasado 27 de noviembre, pudiera al fin conocer, mirándolo de cerca y palpándolo, a quien hasta esa fecha había sido para él un ser intangible que durante sus catorce años se le aparecía y le hablaba de vez en cuando en videos fortuitos que probaban su sobrevivencia. Pero ese padre tan aplazado era ya un cadáver. Lo ejecutaron las Farc, junto a tres compañeros de infortunio, a causa de la proximidad del Ejército en el área donde se encontraban.

El hecho es que el hijo que recibió el cuerpo de José Libio, el sardino al que los nacionales de este país conocimos cuando gateaba apenas y que cada que lo veíamos por televisión estaba más crecido y le iba cambiando la voz, agregaba a su serenidad y óptima construcción de las frases, un peinado prudentemente punketo y un casi imperceptible bigote. “No esperaba que ustedes me lo mataran, que me lo mandaran en un cajón….(…)… A las Farc les digo que liberen a los demás secuestrados. No hagan que niños como yo suframos esta guerra (que me dejó) sin conocer a mi padre”, dijo entre otras plegarias.

Johan Stiven, por supuesto, se convirtió en el pupilo de quienes aspiramos a una solución negociada del conflicto armado. Es con creces uno de los personajes del 2011, y hubiera merecido serlo de cualquiera de los catorce años anteriores.

Relator: Lisandro Duque Naranjo | Director de cine y columnista de El Espectador.

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