A estas alturas de 2011 creo estar saciado ya de mi fiebre por el fútbol, hasta el punto de no tener que patearme ninguno de los partidos del Mundial Sub-20.
Vi, por ejemplo, con fe de carbonero, los cuatro partidos sucesivos entre el Real Madrid y el Barça, que por la Copa del Rey, la Champions League, la Liga Española y ya no recuerdo cuál otro trofeo. Esas jornadas me obligaron a soportar a Mourinho, quien habla de guayos dándoselas de Ciorán. Y para no quedar empezado, pues me tocó cerrar el ciclo mirando la final de la Uefa entre el Manchester United y el cuadro culé, partido del que me interesaba menos lo que hiciera en la gradería nuestra compatriota Shakira que lo que lograra en la cancha el delantero Rooney.Luego vino la Copa América y ahí estuvo nuevamente este feligrés frente a la pantalla, aprovechando los descansos entre los primeros y segundos tiempos para pegar sus trabajaditas, los breves recesos entre los segundos y terceros tiempos para estirar las piernas y la fase terminal de los penaltys para comerse las uñas. En total, tres horas por partido con el debido remordimiento de no haberlas aprovechado mejor ganándome lo de la papa. No me chocó para nada Colombia, aunque sus jugadores, pegados a las porterías contrarias, se sintieran, en vez de Messis, verdaderos Renterías que sacaban la pelota hacia las tribunas. Pero bueno, cuestión de acople. Me gustó, eso sí, el repunte del “hermano país”, que alteró el statu quo no sólo de los equipos sagrados, sino el de los amañados en la medianía. A Uruguay lo hubiera visto gustoso jugar la final con cualquier equipo, menos con el de Paraguay, semejante birria. De modo que esos noventa minutos sí los utilicé en algo lucrativo, como jalarle a la pereza ese domingo.
Pero de esta Copa Sub-20 sí me olvido. Incrédulo de todas las religiones, estoy muy viejo para dejarme reclutar por la teología de la Fifa. Es que no me alcanza la devoción para interesarme, verbigracia, por un partido entre Panamá y Nueva Zelanda. Y cuando hasta mi ventana llega el clamor en El Campín por un gol de Colombia a Malí, o veo pintarrajeado el tricolor nacional en rostros eufóricos por una goleada a Francia, pienso que mis paisanos no están es en nada.
Pelé, ya por los 71 años, ha dicho que quiere armar un equipo de contemporáneos suyos para jugar contra el Barcelona actual, el de Messi. Con la vara que tiene el rey del fútbol con Joseph Blatter, pronto podría haber un mundial de rodillones. De hecho, para mantener también el calendario de este continente sobresaturado de patadas, no sólo hay Copa Libertadores, para los dos primeros equipos de cada país latinoamericano, sino que hay otra, que ni sé cuál es su nombre, para los troncos que quedan de terceros y cuartos.
Me contaba un taxista que los de su gremio esperaban en Bogotá treinta mil turistas internacionales para este Sub-20, pero que hasta la fecha sólo habían llegado cinco mil. Uno de éstos, al que transportó en hora y media del aeropuerto a un hotel, cualquier cosa dijo en un trancón sobre las obras de la 26, y el conductor, muy fresco y cívico, le dijo que esos trabajos nada tenían que ver con el Mundial, que se habían empezado apenas veinte días antes y que estarían concluidas el 19 de marzo, para las fiestas de San José, de quien se inventó que era el patrono de la ciudad. “Qué planificados y rápidos son en Colombia”, comentó el visitante, a lo que el taxista respondió: “Sí señor, a eso le están trabajando las 48 horas del día”.
En cuanto al acto de inauguración del Sub-20 en Barranquilla, al que cuestionan por haberse parecido más a una velada escolar, lo que evidencia es el sentido de las proporciones de los de esa ciudad frente a lo que no es más que un intercolegiado de sardinos de 24 países.
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