Para tres días que vamos a vivir…

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Hace poco, una mujer muy cercana a mis afectos decidió deshacerse de una cantidad de objetos y enseres, otrora muy valiosos para ella, regalándolos o vendiéndolos a precio de huevo.

Igualmente desistió de su vivienda, demasiado espaciosa según su criterio, y se mudó con lo estrictamente necesario, libros sobre todo, a un apartamento de tamaño discreto ubicado en un barrio —o más bien una cuadra— sin ruidos. Le pregunté el porqué de esa decisión y me dijo sin ningún dramatismo y disfrutando del silencio de su nuevo domicilio: “Esto se llama un preparativo general para la muerte”. Aunque prematura la actitud, pues hablo de una persona de salud óptima que ni siquiera llega a los sesenta años —lo que técnicamente le augura varios cuartos de hora más en esta vida—, la califiqué como un acto de sabiduría. Yo, que la aventajo en no poca edad, sin darme cuenta llevo viviendo así hace rato. Cuando estreno zapatos, por ejemplo, creo que serán ya los últimos, aunque para burlar la muerte, termino comprándome unos nuevos apenas al par ya usado empiezo a inspirarle ese cariño que los zapatos le tienen a su dueño viejo.

No es que me sienta en las postrimerías, pero me gozo mejor cada instante de respiración desde que superé la arrogancia de que la muerte sólo les ocurre a los demás. Asumí el tiempo. Ya no rechazo al que me tiende una mano para ayudarme a sortear, innecesariamente, un obstáculo pequeño, ni me hago el saludable cuando me ceden un asiento, ni me las doy de atlético frente a quien se ofrece a llevar mi maleta. Esos desplantes se los dejo a los cincuentones. Eso sí, mi máxima aspiración es que nadie tenga que sacarme nunca a una terraza a que reciba sol. Odio la franqueza senil —que algunos tienen por virtud— y me limito a matizarla con una sinceridad prudente.

Hace dos años, en el Festival de Cine de Chicago, me encontré en un acto con tres colegas, uno español, el otro argentino y el tercero brasileño. Testigo de lo que conversamos fue la actriz Adriana Arango, quien cuando se despidieron mis tres amistades, me dijo: “Oye, con esos tres tipos sólo hablaste de muertos…”. En efecto, con el español el tema fue el fallecimiento reciente de un amigo en común, Pepe Escriche, director del Festival de Cine de Huesca. Con el argentino, el deceso del muy querido por ambos, Salvador Samaritano, veterano y divertido crítico y cineclubista bonaerense. Y con el brasileño, la extinción ya algo remota de quien cuando nos encontramos la última vez estaba con nosotros: Cosme Alves Netto, el director de la Cinemateca de Río de Janeiro. Evocarlos en la breve tertulia, sin embargo, no me compungió.

Ya varios amigos míos, en vista de que “salieron hacia interior cielo”, como decía Mayolo —también difunto—, tienen nombre de galardón: el premio Cacho Palero, un productor argentino, se otorga a la mejor película latinoamericana en un festival español. El “Trofeo Oscar Soria” se le da al mejor guión en Bolivia. Y así…

Solía, en este espacio, escribir semblanzas sobre las personas queridas que dejaban de existir. Pero cuando murió el cineasta Manuel Franco, en septiembre, una amiga insidiosa me llamó para decirme: “Bueno, ahí se le fue otro amigo. Me imagino que le irá a dedicar esa columna suya que ya parece un obituario”. Me acomplejó tanto que no fui capaz ni de pegar media frase. Y con todo lo que tenía por decir sobre el finado. Te la debo, Manuel.

A propósito, odio el verbo “ir” para referirme a los que fallecen. Es de un lirismo baboso. Comparto la actitud de la mamá de Ángel Guarnizo, quien ya moribunda en su cama y mientras sus hijas la despedían diciéndole “váyase tranquila mamá, que usted fue muy cumplidora de su deber”, les respondió con esta sentencia postrera:
–No repitan más eso de “váyase”, por favor, que yo no voy a viajar. Yo me voy es a morir.

Y expiró.

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