Ensayo de desastre

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Un día de comienzos de año, durante la proyección de una película en una sala del centro de Bogotá, y mientras caía un aguacero definitivo, la voz de un empleado del teatro pidió en tono de alarma a quienes tuviéramos carro en el parqueadero que nos apuráramos a sacarlo, pues el sótano se estaba inundando.

Unas treinta personas empezamos a bajar esos peldaños marcados por una sucesión de luces azules para evitar que se vayan de narices quienes los transitan en la oscuridad. Cumplí el trayecto con un ritmo decoroso, como si fuera a comprar crispetas. Esa parsimonia se debió a que asumí, en una mezcla confusa de masoquismo y solidaridad, la inminencia de ser víctima también de la furia de los elementos. No soy de los que cuando es afectado por una adversidad menor se consuela acordándose de los que sufren calamidades de verdad. Por el contrario, ante las tragedias ajenas, intuyo la eventualidad de que éstas puedan ocurrirme a mí. No era ese el caso, pues no estaban en juego ni mi vida, ni la de la gente que quiero, ni el lugar donde habito, ni mis pertenencias más queridas, sino apenas un aparato sustituible si de pronto estaba al día en la póliza, de lo que ni me acordaba.

Mientras me permitía esa lentitud para llegar al sótano, repasé en la memoria esas escenas de miles de colombianos náufragos trepados en los techos de sus casas, arrojándoles lazos a sus hijos para rescatarlos y rodeados de los cadáveres flotantes de sus animales. Esas imágenes traumáticas me bastaron para considerar una vulgaridad desbocarme escaleras abajo.

Pese al contraste, mi carro, aunque de gama modesta, merecía ser salvado. De modo que, para ayudarle con algo de épica a ese recorrido cumplido con desgano, recordé tantos vehículos a los que apenas se les veía el techo en docenas de sótanos convertidos en estanques. Si así de hundido, o quizás menos, estuviera el mío, ¿seré de los que se sumerjan a ver qué puede hacerse?, alcancé a pensar. ¿Y que se me mojen los papeles que llevo en la camisa? Cuántas fruslerías baraja uno en las situaciones límites. Pero nada que aceleraba el paso, como si el torrente, cuyo ruido empezó a subir encajonado por el callejón final de las escaleras que daban al sótano, fuera a esperarse a que yo terminara mis especulaciones metafísicas antes de decidirse a convertir mi pequeño cupé en un galeón antiguo irrecuperable.

Ya en el subsuelo de ese multiplex, me intimidó la magnitud de una catarata de metro y medio de ancho, que se precipitaba desde la parte superior del parqueadero proveniente de alguna canal que no resistió la embestida de la tormenta. Me intimidó, en ese recinto inmenso y cerrado, la acústica de gritos deformes revueltos con el choque de la cascada contra la superficie de esa laguna cuyo nivel alcanzaba a un poco más abajo de las rodillas de los conductores ya metidos en sus aguas, con los pantalones arremangados y llevando los zapatos y las medias en la mano. Finalmente todos los carros, incluido el mío, al que llegué con los zapatos puestos y las mangas del pantalón metidas entre las medias, fueron evacuados por los dueños que salimos en caravana del lugar. Sobre la superficie flotaban paquetes de papas fritas, servilletas untadas de mostaza con pedazos mordidos de salchichas y vasos de cartón con sus pitillos asomándose como periscopios de diminutos submarinos. Aquello no fue propiamente un Titánic, sino una tempestad en un vaso de gaseosa.

Desde entonces, y aunque la naturaleza es más implacable con quienes viven en las llamadas zonas de riesgo, a los que ya les hizo el daño, tomé esa experiencia como un ensayo del desastre que puede sobrevenirnos, en cualquier parte, a quienes todavía no nos ha hecho nada, muchos de los cuales se creen inmunizados frente a ella. La zona de riesgo es el planeta, en el que este país hace méritos para ser de los más expuestos.


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