"Raro que me odie, si no le he hecho ningún favor", dijo alguna vez Oscar Wilde refiriéndose al rencor que inspiran en los beneficiarios aquellos que les tienden una mano en un instante dramático.
A mí me seducen mucho, como tema, los desagradecidos, y creo que ellos mismos ni cuenta se dan de que padecen esa enfermedad, de modo que ni siquiera los asalta el remordimiento. Actúan como si el mundo les debiera todo, y frente a las dádivas son insaciables.
Un estudiante colombiano de la Escuela de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, en Cuba, recriminó una vez a García Márquez —fundador y benefactor económico de esa escuela, que por entonces becaba ciento por ciento, hasta con los tiquetes aéreos, a todos los alumnos—, porque la beca no le garantizaba un empleo para después de graduarse.
Supe también, y no porque me lo contara el afectado, que nuestro Nobel, atendiendo súplicas de madres colombianas, obtuvo varias veces de Fidel Castro que hijos de ellas, presos en la isla por narcotráfico, fueran regresados a sus hogares, y que algunos de éstos, ya libres, se le atravesaban al escritor en Barranquilla o Cartagena a hacerle el reclamo porque no les ayudaba a conseguir puesto. “Pregúntele a su paisano —me dijo una vez Fidel señalando a Gabo, que se encontraba a su lado— a quién ha insultado más Armando Valladares desde Miami: si a él o a mí. Y eso que fue por insistencia del hombre acá —lo dijo poniéndole una mano sobre el hombro— que finalmente lo dejamos libre”.
El senador Gechem Turbay, uno de los liberados por las FARC como producto de las gestiones humanitarias de Piedad Córdoba, se quedó callado como una ostra el pasado martes cuando en la plenaria del Congreso, y obedeciendo el fallo maledicente —y seguramente efímero— del Procurador, a la senadora le revocaron su investidura. De Gechem, no hay un sólo libro de los escritos por los ex secuestrados que no lo revele como un insolidario con sus compañeros de infortunio en esos momentos críticos en que era imprescindible la cohesión para hacer menos penoso el cautiverio. Es un mal de cuna esa miseria moral, de modo que no hay que echarle la culpa al hecho —que también ocurrió— de que el Partido Liberal le haya puesto la condición de negar a Piedad en su campaña si era que deseaba resultar electo. No en vano fue el único de los ex secuestrados, entre los varios que se postularon, que obtuvo curul, lo que desde luego hace cuestionables también a quienes votaron por él. Qué vaina con el pueblo. También traicionó a Piedad el soldado aquel “compositor” que, luego de cantarle en la selva una pieza agradecida por gestionar su liberación, fue llevado con su música a Palacio, donde le hizo arreglos a la letra para dedicársela al Presidente. Y a los pocos días “cantó” una sarta de mentiras ante la Corte Suprema para implicar como “guerrillera” a su benefactora. Aunque es muy elegante la analogía, ese soldadito de la patria me recuerda La guitarra del mesón de Machado, cantada por Serrat: “Guitarra del mesón, que hoy suenas jotas, mañana peteneras, según quien llega y toca las empolvadas cuerdas. No fuiste nunca ni serás poeta”.
A Piedad, esas ingratitudes por supuesto la afectan, pero no la desmoronan. Tantos años moviéndose en un partido, el Liberal, en cuyas filas las zancadillas a los mejores son el pan de cada día, ya la han curado de espantos. Yo diría que tantas conspiraciones contra ella se originan en la certeza de que no está sola, pues de lo contrario no suscitaría semejante animosidad. Eso es algo que se siente, aunque pareciera manifestarse apenas por fuera, donde recibe un trato de estadista que no es más que el preámbulo del que los colombianos terminarán otorgándole muy pronto, cuando caigan en la cuenta de que los solos son ellos en el mundo y de que ya va siendo tiempo de decidirse por la vida, la civilidad y la calma.