
Si me acuerdo del día en que murió Laureano Gómez —13 de julio de 1965—, no es propiamente porque les lleve las cuentas a las fechas de defunción de nuestros ex presidentes, sino porque justo ese mismo día conocí personalmente a Camilo Torres Restrepo, en su apartamento de la calle 35, frente al costado sur del Parque Nacional de Bogotá. Yo tenía 21 años y había venido con varios amigos de mi pueblo, Sevilla, Valle, a invitarlo a que nos visitara, lo que el cura hizo el 8 de agosto siguiente.
Estando en ese apartamento, fue de los propios labios de Camilo que los allí presentes supimos que Laureano Gómez acababa de fallecer, pues un periodista de El Espectador, Jaime Sotomayor, llamó al clérigo a informárselo y a preguntarle por su concepto sobre el significado de ese personaje.
Lisandro Duque Naranjo.
Recuerdo que Camilo tapó la bocina del teléfono y nos dijo como quien da una chiva: "Les cuento que murió Laureano". Acto seguido, se aplicó a responderle al periodista algo muy protocolar: "La muerte del doctor Gómez, como la de cualquier ser humano, siempre es triste. En cuanto a lo que él como político significó para Colombia, ya Dios decidirá cómo juzgarlo". Cuando colgó, hizo un ademán de picardía como si lo recién dicho hasta a él mismo le hubiera sonado a retórica para salir del paso. Aspiró su cigarrillo —fumaba Hidalgos— y nos preguntó: "¿Dónde íbamos, muchachos?", sonriendo al escuchar nuestras diatribas contra el extinto.
La anfitriona principal era Isabel, su madre —una sexagenaria bella, delgada, de lentes con muchas dioptrías y de cabellos blancos y brillantes, recogidos con una redecilla—, a quien un refinamiento antiguo no le impedía en absoluto mostrarse eufórica ante el carisma conspirativo que irradiaba su hijo. A diferencia de lo que ocurre en la novela de Gorky,
Se estaba por entonces, para variar, en estado de sitio, y a causa de eso el acto político lo teníamos programado en el Teatro Real. Pero como afuera había cinco veces más gente que adentro —y estoy hablando de una sala de mil sillas—, la multitud forzó las puertas y sacó en hombros a Camilo hacia el Parque de
Un mes después, el romántico incorregible estaba ya en el monte. Queda la incógnita eterna de qué hubiera pasado con él, con el ELN y con Colombia, de no haberse empeñado el neófito guerrillero en ganarse, durante un combate, su fusil por cuenta propia, arrebatándoselo al enemigo según los rituales de la insurgencia en esa época. Camilo no era de los que aceptaban un trato de excepción, y esa intrepidez le costó la vida el 15 de febrero de 1966.
Sobre lo que sí no hay duda, es sobre los motivos por los que dejó la ciudad en forma abrupta, que no fueron otros que las cotidianas hostilizaciones que tanto él, como su movimiento, sufrieron de parte de autoridades de toda laya, principalmente las de seguridad. Todo eso hizo intuir a Camilo que, de seguir en las calles, le esperaba la misma suerte de Gaitán, en lo que tal vez se quedó corto, pues su caso era el de quien, además de agitar un cambio de estructuras, era calificado de hereje. He ahí una buena razón para enmontarse cuanto antes, aunque en los sesentas, ser guerrillero todavía era arriesgado. Además, la lucha armada, si bien ahora se ha vuelto objetable, en el espíritu de aquel tiempo se asumía, por amplios sectores de la academia y la intelectualidad, como la opción más digna y eficaz. Según el foquismo insurreccional, la toma del poder era inminente.
Cuando conocí a Camilo Torres, él me llevaba quince años de vida y suscitaba en mí una admiración íntegra. Era el adulto puro y ejemplar. Pero él murió a los 37 años, hace cuarenta, y yo, por haber seguido vivo y de largo, me lo pasé en edad y soy ahora el viejo. Mis respetos para ese joven heroico.
El Espectador, Bogotá, 26 de febrero de 2006.