Lisandro Duque Naranjo
Nunca se supo al fin a qué horas ni en qué fecha fue el funeral de Farrah Fawcett. Y todo por haber muerto el mismo día que Michael Jackson.
Por fortuna a la diva le importó poco esa simultaneidad, pues al fallecer uno deja atrás los prejuicios. La afectada fue su familia, que potencialmente esperaría para las honras fúnebres del “Ángel de Charlie” a los mismos concurrentes que arrancaron para las del “Rey del Pop”. Desde luego que alguna gente del espectáculo alcanzaría a estar presente en las de ella, pues la larga permanencia de Jackson en la morgue, y después su prolongado velorio —más extenso que el de Juan Pablo II, lo que me gustó, pues prefiero mil veces ver Thriller que soportar una encíclica—, les dio tiempo a muchos de pegarse su volada a la sala donde yacía la rubia. Pero no es igual, porque a la fija la mayoría de visitantes estuvieron todo el tiempo, delante de su féretro, hablando del intrigante deceso del otro personaje. Y unas exequias cuestan mucho para que aquellos a quienes se les da tinto gratis, a nombre del difunto, se pongan a filosofar sobre la brevedad de la vida mientras piensan en un muerto que está en otra funeraria. Cada finado debería tener el derecho a hacer sentir su ausencia definitiva como algo independiente.
Le ocurrió igual al príncipe Rainiero, quien expiró cuando el Papa ya estaba muerto pero no lo habían inhumado todavía. Me figuro a las princesas adelantando o retrasando el sepelio de su padre según los itinerarios de los presidentes remotos —Clinton, Puttin, etc. —, a efecto de que éstos alcanzaran a estar en él después de cumplido el del Pontífice, y aprovechando que Mónaco queda apenas a una hora de vuelo de Roma.
En 1990 estuvimos cerca de perecer Gabriel García Márquez y mi persona, en
—No entiendo —afirmó. Claro que sí entendía, pero en todo caso le aclaré:
—Pues que me imagino los titulares en Colombia: “¡Pereció Gabo!” —diciendo esto explayé las manos a todo lo ancho de un periódico hipotético. Luego agregué: y en las entradillas textos así: “El hecho ocurrió en
Como la muerte propia o la de los demás no es tema que lo entusiasme en absoluto, expresó:
—No digas pendejadas. Pero yo insistí:
—En cuanto a Latinoamérica, las entradillas dirían que ibas “acompañado de un colombiano cineasta”, y mi nombre, si mucho, aparecería por allá en páginas interiores…
—Deja de jo-der-con-eso-ya, fue su orden. Pero como estaba inspirado, continué:
—Y en la prensa europea, ya ni siquiera sería yo un paisano tuyo, sino “un acompañante” a secas, alguien sin nombre.
Para ese momento, su alergia al tema se había convertido en irritación, razón por la cual decidí quedarme callado, por respeto. Pero antes dije: —¡Y qué tal la diferencia de nuestros entierros!
No es por vanidad póstuma. Simplemente es que, al menos en el acto final, a los del común debiera garantizársenos un tratamiento de exclusividad, que salve nuestra memoria del mimetismo o del contraste a que nos someten, sin proponérselo, las personalidades fallecidas en la misma fecha. Algo debería hacer el destino al respecto.
Mientras tanto, justicia en la tumba de Farrah Fawcett.