
HACE DOS SEMANAS, SIN MENOSCABO del interés que me producía una invitación que recibí para participar en el Festival Iberoamericano de Cine de Trieste, el viaje me lo hacía más atractivo la cercanía de apenas media hora entre esa ciudad ubicada en el extremo nororiental de Italia con Eslovenia y Croacia, dos países de la antigua Yugoslavia. La cabra tira al monte, y ese par de naciones, Croacia sobre todo, me intrigaban por su reciente pasado trágico y por ser las primeras ex socialistas que tenía al alcance de la mano.
Así que, ya ubicado en Trieste, y luego de armar una patota muy amistosa con seis cineastas de Argentina, Brasil y Chile, los antojé para que alquiláramos una camioneta de siete sillas y nos adentráramos por esas tierras. La vuelta prevista incluía visitar a Zagreb, y regresarnos a Italia por Ljubjlana, capitales de Croacia y Eslovenia respectivamente. Un kilometraje comparable a salir de Armenia hacia Pereira y retornar a la capital quindiana por la vía de Quimbaya y Montenegro.
Todos, por supuesto, teníamos nuestro visado Shengen, pero yo era el único al que asaltaba el pálpito —que se lo expuse al resto del grupo antes de tomar carretera— de que se me impidiera el ingreso a Croacia, país que, a diferencia de Eslovenia, no pertenece a
La miró con lupa, le observó las costuras de todas las páginas, y finalmente llamó por teléfono a un oficial rubio que se encontraba en una caseta con arquitectura de guerra fría, como a media cuadra, quien se vino hacia nosotros y le pidió a Larraín que orillara el vehículo más adelante. El hombre hablaba un italiano óptimo, pues gran parte de esa costa balcánica fue veneciana hasta el reparto del mundo después de la segunda guerra.
El oficial pidió que el colombiano se bajara del vehículo y fuera con él hasta la caseta. Pedí ser acompañado por la actriz ítalo-brasileña, Dedina Bernardelli, para que me sirviera de traductora, a lo que el guarda-frontera accedió.
Ya dentro del minúsculo espacio, el croata —cuyo uniforme conservaba aún nostalgias de sastrería socialista—, comenzó a teclear en un computador el acta de rechazo de mi ingreso, por ser ciudadano de “Kolumbija” y carecer de visa. Dedina, haciendo valer su gracia y guapura, le pedía que fuera bueno y no se nos tirara en el paseo, que si mucho almorzaríamos en Zagreb y ahí mismo nos iríamos para Eslovenia.
Ante la insistencia, el tipo se puso amable y nos dijo que si por él fuera nos dejaría seguir, pero que si más adelante me pillaban indocumentado, sería retenido hasta que me deportaran directamente a Bogotá. “Sin siquiera llevarlo a Trieste para que recoja la maleta”, concluyó. Esto último lo entendí a la perfección y me llené de horror, diciéndole entonces a Dedina que dejáramos las cosas de ese tamaño y nos fuéramos hacia Eslovenia lo que se dice de una.
Es obvio que exigirme visa a mí, y exonerar de ese trámite a quienes me acompañaban, no tiene nada que ver con que los cuatro países de los frustrados paseantes tengan o no relaciones con Croacia. De hecho salimos de allí ignorando ese dato. Para resarcirme del bochorno que me causó haberles desbaratado la parte del viaje que más nos entusiasmaba a todos, mis compañeros me agradecieron por procurarles la aventura que significa ir por el mundo con un colombiano. Me limité a decirles que a la orden.