'Lo que no tiene nombre'

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A Daniel Segura Bonnett, hijo de Rafael y Piedad, se le diagnosticó esquizofrenia a los 20 años de edad.

Ocho años después, el 14 de mayo de 2011, se quitó la vida arrojándose desde el quinto piso de su apartamento en Nueva York. Daniel era un talentoso pintor, y si no fuera porque su madre, Piedad Bonnett, novelista, poeta y escritora teatral, escribió el testimonio de ese drama en su libro Lo que no tiene nombre, la manera de abordar este tema tendría más recato de mi parte, o tal vez ni siquiera lo mencionaría, a causa de que episodios como el suicidio, o la “locura”, se valoran de manera vergonzante por la sociedad.

Me demoré en comenzar a leer ese libro, después de tenerlo en mis manos, por físico miedo a asumir su contenido. Soy padre de dos hijas, y cualquier texto que me revelara, en primera persona, la intimidad de una mamá cuyo hijo ha muerto, sin importar cómo, y supuestamente peor si fue de la forma como la escritora perdió al suyo, hacía que mirara el libro desde lejos, sin atreverme a agarrarlo.

Tuve el privilegio de acceder a un ejemplar restringido, bellamente impreso con pinturas de Daniel, editado por sus padres, y al terminar de mirarlo sentí la urgencia de reconstruir a ese artista a través del libro escrito por su madre. Quería entender por qué paulatinamente sus autorretratos —hechos a partir del momento en que se le evidenció su patología— fueron adquiriendo ese aire indefenso que presagiaba su pavor ante la vida. O por qué empezaron a obsesionarlo esos seres humanos con mordazas, o con un rictus desesperado y unas manos crispadas. O esos perros rottweiler, con bozal unos, o acezando con su salvaje mansedumbre otros, o agonizando solos en un charco de sangre. O esos ejercicios académicos, tan insistentes, con el cadáver de La lección de anatomía de Rembrandt. O esas muñecas desnudas y obscenas que por alguna oscura razón simbolizan lo aciago...

Luego de ese recorrido visual me sentí ya listo para aventarme sin vacilaciones en las páginas de Lo que no tiene nombre, urgido de las respuestas que sobre el autor de esas criaturas premonitorias pudiera darme la que lo parió, quien al terminar ese libro extenuante le hizo este “Envío” al hijo muerto: “… he vuelto a parirte, con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria”.

Pudiera parecer un pedido inoportuno, pero sugiero con respeto a la autora y a los editores que las posteriores ediciones incluyan una muestra de la obra gráfica de Daniel. A él eso ya no le importa, y quizás ni en vida le hubiera interesado. “¡Huy, no, qué oso!”, diría. Pero el lector se aproximaría más al artista, quien no obstante haber construido su universo pictórico tan temprano, llevaba rato desconfiando del potencial de su oficio.

Lo que no tiene nombre es el libro que Piedad Bonnett no hubiera querido tener que escribir nunca, pero el único, además, que tenía la obligación de que le resultara inobjetable y con opción de posteridad. Semejante dolor que recrea minuciosamente, ni cae en lo patético ni deja de mantener al lector al borde de la conmoción y, por momentos, del terror. Su sinceridad no repara en lo “familiarmente correcto”, ni omite esas descripciones confidenciales que en los relatos autobiográficos se encubren con eufemismos piadosos. Para ella no cuenta eso de que lo “anómalo” se queda de puertas para adentro. Ni de que “lo conversado en el comedor de la casa se recoge con el mantel”. Ella se impone no mentir, y no concederse recesos en sus interrogantes éticos, emocionales, científicos y hasta metafísicos. Como si pensara que la obra fuera a ser leída por su muchacho en esa nada total en que ahora se encuentra.

Este libro es de los pocos casos en que escribir bajo el peso reciente de una pérdida irreparable no malogra la plenitud del ser humano ni de la narradora.

Por Lisandro Duque Naranjo
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