Yo no me llamo

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Hace algunos meses, la primera temporada del reality Yo me llamo —al que comparecen imitadores de cantantes— marcó tan alta audiencia que el canal productor armó de prisa una segunda versión que ya lleva al aire varias semanas, con éxito similar pero supongo que no por mucho tiempo, pues se está excediendo en el manoseo al televidente. Comenzando por la duración de los cortes para comerciales, que no rebajan de entre 9 y 12 minutos.

Este Yo me llamo de ahora arrancó de una vez con dos horas de duración, y para que aguante hartos meses después de haberse cumplido la profecía maya, se le alteró la estructura en forma tal que, habiendo ya varios eliminados a cuentagotas, aún quedan en competencia más de treinta participantes. Eso explica la mar de artificios repetitivos con que lo engallaron para quemar tiempo. Verbigracia: a cada imitador lo someten a un trámite en el que, 1º, un instructor de voz le dice que “tiene que darle más color a la voz y trepar un poco los vibratos”; 2º, cada uno de los tres jurados, después de oírle la canción completa (en el Yo me llamo anterior, de cada pieza se escuchaba apenas la mitad), le exige darle “más color a la voz y subirle a los vibratos”; 3º, una pelada bonita llamada Linda Palma, en otro set, le recuerda que tal y como se lo dijo el jurado “debe ponerle más color a la voz y subirle a los vibratos”; 4º, el participante llega donde sus compañeros, llora, se abraza con todos, y les informa que “tengo que darle más color a la voz y subirle los vibratos”, y 5º, el imitador, mirando esta vez a los televidentes, les dice que con la ayuda de Dios va a ensayar con empeño “para darle más color a la voz y subirle a los vibratos”.

No para ahí la subvaloración a los televidentes y a los participantes: de estos últimos jamás se informa el nombre. Esa identidad no importa. Ellos no se llaman. Y para que se “parezcan” lo más posible al cantante imitado —porque la voz apenas no basta—, les ponen encima pelucas infames o los someten a dietas implacables para que adelgacen. Esta semana, a una soprano que hacía de “María Callas”, le chantaron en la cabeza, algo parecido a un trapeador que hizo de ella una caricatura. Si hubieran calculado desde ahora que podría llegar a finalista, no la habrían vejado de esa forma.

A una morenota buena moza que le está dando la talla a la voz de Celia Cruz, ya empezaron a meterle la idea de que prescinda de sus atributos físicos a efecto de acercarse a la “fealdad” que, según el jurado, caracterizó a la reina de la rumba. Ordinario el detalle. A un magnífico imitador de Joan Manuel Serrat le pusieron unas cejas burdas y rubias, como de sainete escolar, y lo obligaron a que, sin ser guitarrista, simulara que lo era frente al público, encartándolo con uno de esos instrumentos. El hombre, sin embargo, no se amilanó, pero aun así le dio al jurado la coartada para eliminarlo, posiblemente porque las mediciones de sintonía arrojaron que la mayoría de televidentes encuestados desconocen al cantautor catalán. Si hasta lo hacen sentir a uno de la minoría intelectual sólo porque se sabe de memoria Mediterráneo. Sigan entonces con el reggaetón, el despecho y el vallenato de buseta. El jurado y la empresa están en su derecho, y éste es un país libre. Pero como espectador de ese programa, yo me mamo.

ÁLVARO BEJARANO. Despido a este talentoso escritor recién fallecido. Haberlo tenido de amigo es algo que me honra. En agradecimiento a su vida, transcribo el último correo que le envié en diciembre, en respuesta a uno suyo en el que se pasó de generoso:

“Álvaro: Lo que pueda merecer de cuanto me dices, es producto en alto grado de que te leí mucho cuando tus columnas me eran accesibles hace muchos años. Tu maestría es causante de lo que ahora consideras encomiable en mis textos. Te mando un abrazo. Lisandro”.
Por: Lisandro Duque Naranjo

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