En el 2005 dediqué esta columna al cura Camilo Torres, con motivo de cumplirse —el 15 de febrero— 40 años de su muerte en un combate entre el Ejército y el ELN.
Mientras escribía ese artículo me asaltó por primera vez una ocurrencia, en absoluto política, que me permito actualizar para esta fecha y compartirla con los lectores.
Hoy en día, de no haber sido acribillado, Camilo tendría 84 años, y por supuesto sería un venerable anciano mucho mayor que yo. Pero despachado del mundo a los 37, quien esto escribe ya es más viejo que él, razón por la cual me siento aludiendo a un joven cuya edad se detuvo. A alguien a quien se le conmemoran aniversarios, a diferencia de los que continuamos vivos, que lo que hacemos es cumplir años.

Sin embargo, analizar a Camilo, por tratarse de alguien mucho menor que lo que soy yo ahora, es algo que me obligaría a reinstalarme en los tiempos en que el adulto era él. Es decir, a contextualizarlo. De lo contrario estaría haciéndole trampa con la ventaja póstuma que me significa haberlo sobrevivido. Pero ese no es el tema, si bien puede ser útil para quienes creen que deben arrepentirse de cómo pensaban en tiempos remotos.
El tema va por otro lado, y lo reivindico desde un ángulo si se quiere metafísico, y quizás inútil.
Mi hermano Fernando murió el 8 de agosto de 2008. En vida, siempre fue mayor que yo año y medio, pero por haberse clausurado su existencia en esa fecha, él es ahora menor la misma cantidad de tiempo que le llevaba de ventaja al hermano que lo evoca este día. Y hace 18 meses, cuando lo emparejé en años —sin proponérmelo y sólo porque había fallecido—, lo asumí simbólicamente como si hubiéramos nacido el mismo día. De haber sido así en realidad, “el mono”, que era como le decíamos en la familia, no hubiera tenido que agarrarse tantas veces a trompadas en el colegio para defenderme de los de su edad que se aprovechaban de mí por ser más chiquito. En lo posterior, y como él será cada vez más joven que yo, pues se quedó en los 66, tendré que arreglármelas solo.
Ahora estoy en vísperas, por si acaso lo logro, de tener en el 2013 la misma edad que tenía mi padre cuando se murió, en el 78. Y al día siguiente de ese 35 aniversario, comenzar a ser mayor que quien me dio la vida. He ahí una hazaña que nunca se le antoja posible a un hijo, que desde luego es involuntaria y que tiene como requisito quedar huérfano a destiempo.
De momento, espero acumular las agallas que Lisandro padre tuvo para no ser autocompasivo frente a las dolencias que lo afectaron. Y no por guapear, sino por una elegancia que le hacía parecer de mala educación ser ostentoso con sus dolores corporales. Tal vez prometo mucho sólo porque a la fecha parezco saludable, pero ya veremos. Quizás no le dé yo la talla a su decencia, pues él era de los que cuando sentían rabia ni siquiera proferían la palabra “pendejo”. Le gustaba más “pendolo”. En cuanto a su honradez, sí creo que se la heredé íntegra, lo que me ha procurado una pobreza que ha hecho de mi vida algo muy entretenido.
Tal vez por una razón de género, o por simple cortesía, no incluyo a mi madre en estos cálculos. Fallecida en el 82, no me interesa delatar cuándo tendré, o si tuve ya, su misma edad.
Hace nueve años compramos en la casa una perrita cachorra. A estos animales, no sé por qué, nos gusta homologarles la edad según la de la gente, lo que se logra multiplicándoles por siete cada año que cumplen, excepto el primero. Por lo tanto, “Mía”, que es como se llama la mascota, en muy poco tiempo ha comenzado a acercarse peligrosamente a mi edad actual y en breve la tendré como mi contemporánea. Luego de alcanzarme, le bastarán cuatro años para ser una anciana mientras yo quedaré de viejo apenas.
Todavía no sé si es por consideración con ella, o conmigo, que últimamente, cuando me preguntan cuántos años tiene, yo le quito hasta dos de un viajado.
Todavía no sé si es por consideración con ella, o conmigo, que últimamente, cuando me preguntan cuántos años tiene, yo le quito hasta dos de un viajado.
Por: Lisandro Duque Naranjo