Autor Lisandro Duque Naranjo
En un artículo de hace como quince años, el escritor y columnista de El País de Madrid Javier Marías especulaba sobre qué hubiera pasado si acaso la propiedad de los derechos de autor fuera a perpetuidad y no prescribiera a partir del momento en que los artistas cumplen ochenta años de fallecidos.
Marías, haciéndole cuentas a los recaudos de El Quijote, decía que la familia Cervantes sería la más rica de España en el siglo XX e incluso desde mucho antes. En cuanto a los Quevedo, serían playboys y mandarían la parada en los casinos de Marbella.
En esa misma línea, a los Shakespeare en Inglaterra, y a los Rabelais en Francia, no habría con qué comprarlos. Serían dueños de equipos de fútbol, miembros de lo más granado del jet set y conformarían una realeza literaria posiblemente parásita. En cuanto a los descendientes de los evangelistas, si recibieran aún las regalías de los sermones en las iglesias, constituirían una empresa transnacional con pleno poder para decidir a quién sentar en el trono de San Pedro. Teniendo en cuenta que esas familias acaudaladas suelen ser muy permisivas con sus miembros, así se trate de unos tarambanas, quién sabe qué le pasaría al que ejerciendo ese pontificado dinástico provocara una disminución de la feligresía y pusiera en riesgo la sostenibilidad de doctrina tan lucrativa. A lo mejor lo sustituirían por un teólogo particular, a sueldo, o le venderían la franquicia vaticana a una entidad privada que garantizara la preservación del dogma.
No entiendo por qué los grandes autores de siglos remotos dejaron que la propiedad de sus obras se venciera a tan corto plazo, mientras familias como los Borbón, tan improductivas intelectualmente, conservaron hasta el infinito su derecho a los bienes y al poder. Pero no es solo la nobleza: en nuestro país, los escritos de Jorge Isaacs, que han divertido y conmovido a millones, son ahora de dominio público —La María la puede editar cualquiera—, mientras las escrituras de una hacienda del siglo XVII, como si fueran sagradas, siguen pasando de una generación a la siguiente de una misma familia. Y eso que son textos muy aburridores, pues su redacción se debe a notarios.
Al artista le toca, pues, en cualquier época y lugar, fundar su genealogía a corto plazo. Y creo que hace bien no quejándose, así los tataranietos de un Vincent Van Gogh, por ejemplo, hayan heredado apenas su prestigio, y no sean hoy propiamente unos magnates.
En el arte, además, nunca ocurre que si un gran creador muere, sus deudos puedan reemplazarlo en el oficio. Al fallecer Alejandro Obregón, nadie dijo que menos mal ahí quedan su viuda, o sus hijos, para que sigan pintando. Y si éstos fueran artistas plásticos, nadie esperaría de ellos que continuaran con los cóndores o los toros, ni se les perdonaría que lo intentaran. María Mercedes Carranza, verbigracia, heredó de su padre la pasión poética, pero no hubiera podido ser piedracielista, tocándole empezar de cero.
En política es otra cosa: matan al candidato Chamorro en Nicaragua y ahí mismo eligen como presidenta a su viuda Violeta, una señora que nunca había hecho política. Y lo hizo tan mal como seguramente lo hubiera hecho su marido. Igual pasó con Corazón Aquino en Filipinas. Y quería Mubarak, en Egipto, que un hijo suyo lo sucediera, y aspira a lo mismo Gadafi en Libia. Las tentaciones monárquicas son inherentes a la política, aunque se trate de plebeyos. Y se consideran asunto natural por parte de las masas. A un delfín del poder, pues, ya sus padres le han ahorrado la mitad del esfuerzo, de modo que coronar el gobierno le resulta pan comido. El arte, en cambio, y su público respectivo, no soportan las líneas de sucesión y exigen de quien ejerce un lenguaje creador rupturas respecto a quienes lo antecedieron en el mismo. En mayor grado si entre éstos se encuentran quienes lo engendraron o parieron.