
Autor Lisandro Duque Naranjo
Sentí cierto temor cuando tuve por fin en mis manos el libro Tanta sangre vista, de Rafael Baena, editado por Alfaguara en junio de 2007.
De modo que yo me demoraba en empezar a leer Tanta sangre vista. Un buen día, a manera de tanteo, la abrí al azar en la página 206, y de una vez me amarró hasta llevarme a la última, la 314. No es un método correcto de leer nada, pero concluí por lo menos en que si abordándola de esa forma desarticulada había logrado hipnotizarme, era porque definitivamente no tenía pieza mala. Justo al día siguiente me encontré con Rafael, y sin que me lo preguntara, le eché el cuento de que la había terminado, no confesándole, claro, que sin empezarla. No fue, sin embargo, por cortesía —para el caso de que volviera a toparme con su autor—, que la empecé a leer después al derecho, sino porque ya estaba pringado por la urgencia de conocer el origen de aquellos personajes y situaciones que habían tenido ese remate de excelencia. Y porque el galope fino de su narración, la brisa en la cara que me procuraron esas aventuras, galantes unas, trágicas otras, con heroínas tan disímiles como Camila, Julia, Raquel y Mercedes, los degüellos, ensartadas de órganos, silbidos de machete, bestias en estampida y relinchando en sus estertores, y mutilaciones a diestra y siniestra en las posiblemente mejores escenas de batallas cuerpo a cuerpo escritas hasta la fecha en la literatura colombiana, me enviciaron hasta volverme insaciable de más texto y casi que hasta de más sangre. Una sangre tan bien escrita, que al autor debió quedarle la ropa como delantal de carnicero. Se me creció, entonces, Rafael, haciéndome sentir lo que quería de él, envidia y un enorme orgullo de que me distinga con su saludo. Seré un lector desigual, pero estaba, por fin, ante un escritor duro y parejo. Tanto, que al comenzar la lectura por donde corresponde, desde esa primera página que dice: “Apenas el viento barrió con la neblina tensé las bridas de Marengo, clavé los talones en sus ijares y escuché tras de mí el alarido rabioso de cien gargantas tragándose a bocanadas la humedad de la mañana mientras nos lanzábamos colina abajo…”, seguí de largo, como a caballo también, y sin darme cuenta a qué horas estaba repitiendo las 108 páginas ya leídas, como si fueran nuevas. O sea que la conozco vez y media, y sobre algunos capítulos volveré como quien acude a disfrutar una liturgia de óptima prosa.
Sería injusto dejar la impresión de que Tanta sangre vista se aplica estrictamente a lo espeluznante, aunque
Una novela con humor, además, y escéptica, como nos la merecemos. No quiso el novelista darles el nombre real a los lugares donde transcurren los hechos: Bogotá, por ejemplo, se llama “San Pedro del Cerro”, decisión producto de un pudor innecesario frente a la historiografía. Algunos apellidos como Almagro e Hidalgo, me brincaban por momentos como ajenos a una geografía demasiado nuestra. Pero la obra se lleva por delante esos detalles.